Miles de toneladas de deshechos electrónicos llegan cada día a países como China, Pakistán o la India para convertirse en gigantescos vertederos de tecnología obsoleta. Allí los aparatos que pueden ser reparados se venden en el mercado negro o en tiendas de segunda mano y el resto es enviado a fábricas de reciclaje ilegales. Es el negocio de la e-basura.
Mujeres y niños trabajan en condiciones inhumanas para extraer los materiales que todavía tienen valor: cobre, hierro, silicio, níquel y oro en pequeñas cantidades son los tesoros que se esconden entre los desperdicios tecnológicos de occidente. El reciclaje es un gran negocio para los habitantes de los barrios más deprimidos de las grandes ciudades del sur asiático. La capital de la India, Nueva Delhi; Karachi, en Pakistan; o Guiyu en la provincia china de Guangdong son algunos de los lugares de destino para los 40 millones de toneladas anuales de basura electrónica que produce el mundo.
Eliminar esta chatarra es un proceso costoso y altamente contaminante si no se utiliza la tecnología adecuada. Los dispositivos electrónicos contienen niveles muy altos de componentes químicos como plomo, cadmio o mercurio que pueden acarrear graves problemas de salud tras una exposición prolongada. La falta de regulación y los bajos costes laborales son los intermediarios que habilitan este sucio negocio.
Cientos de personas trabajan en fábricas de desmontaje y procesamiento de estos residuos. Suelen ser talleres familiares, sin el equipamiento pertinente para desarrollar el proceso con seguridad y extraer los materiales reutilizables. Utilizan métodos manuales muy precarios, que implican el contacto directo de los trabajadores con substancias tóxicas lo que acaba por reportarles enfermedades respiratorias, pérdidas de memoria, problemas hormonales que derivan en dificultades de aprendizaje e incluso cáncer en el peor de los casos.
Samir, es un niño de 12 años que vive en uno de los miles de talleres clandestinos que se amontonan entre las callejuelas de Silampur, un barrio musulmán al norte de Nueva Delhi. Cuando quedó huérfano fue adoptado por el dueño de un pequeño taller ilegal de reciclado en el que trabajaba su padre antes de morir. Desde entonces su vida discurre en un cuarto oscuro, de pocos metros, rodeado de montañas de deshechos, cables y carcasas. La suerte que le ha tocado vivir a Samir en Silampur, es la misma que la de más de 100.000 personas en todo el continente.
La viabilidad de este negocio es administrada por mafias organizadas que coordinan todo el sistema desde ambos lados. Aún así nadie ve nada. El consumismo desaforado occidental es alimentado por el boom tecnológico y económico que envuelve a los países desarrollados de Europa y Norte América en el que se elaboran productos con una vida útil cada vez más reducida. El reverso de la moneda está en los países subdesarrollados de Asia en donde el reciclaje supone una vía de escape a la pobreza para muchas personas. Para la gente pobre no hay otra opción: “Se que un día moriré por este trabajo, pero o muero por ello o muero de hambre” dice un ex campesino que gana dos euros al día, el doble de lo que obtenía en el campo.
Las posibles alternativas a esta realidad comenzaron en 1989, con la firma del Convenio de Basilea según el que más de 120 países se comprometían a garantizar un control exhaustivo de las exportaciones hacía las naciones subdesarrolladas y a promover legislaciones más efectivas que defiendan una gestión responsable de los residuos. En 2008, esas soluciones, no son suficientes. No, cuando los mayores productores de e-basura como Estados Unidos o Rusia siguen sin estampar su rubrica en el contrato vitalicio que nos une con el medio ambiente. No, cuando en la Unión Europea muchos firmantes de aquel tratado no lo han ratificado.
El futuro pasa ahora por la cooperación entre países y sobre todo por la concienciación individual de cada ciudadano. El mundo “artificial” en el que vivimos, compuesto por dispositivos manufacturados y cables pelados que nos conectan con la modernidad, amenaza con apagarse algún día y convertirse en un basurero de un tamaño estratosférico. Hacer que este planeta vuelva a funcionar es posible pero sólo si todos pulsamos convencidos el mismo botón de encendido.
Centro de Colaboraciones Solidarias. Universidad Complutense de Madrid.
-