27 junio 2009

AUTOMATAS DE LA CULTURA DEL MIEDO

¿Es realmente tan peligrosa esta gripe? ¿A quién beneficia el brote de un virus de estas características? ¿Qué intereses se ocultan detrás de este velo de incertidumbre? Quizás todas estas cuestiones empiecen a esclarecerse si tenemos en cuenta que desde hace más de dos años la industria farmacéutica tiene graves problemas financieros por causa de un notable descenso en la venta de medicamentos.
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Se hizo necesario recurrir a la llamada “doctrina del shock”, que plantea Naomi Klein en su último libro, para que el “capitalismo del desastre” siguiese su curso. La insistencia narcótica de los medios adocenó a millones de ciudadanos temerosos de un posible contagio y en algunos casos incluso los convenció de no volver a comer cerdo. El reclamo para un consumo masivo de antivirales estaba servido. Fue a partir de entonces cuando el gigante suizo Roche y GlaxoSmithKline, dos de las grandes multinacionales del sector, vieron la oportunidad, como únicos proveedores, de servir medicamentos bajo marcas como Tamiflu o Relenza, capaces de combatir o prevenir la infección. En el capitalismo exacerbado que gobierna el mundo también de la desgracia se obtiene rentabilidad. Ambas compañías han visto en los últimos días como se revalorizaban sus acciones en bolsa.
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A través de la creación de necesidades ficticias en los consumidores muchas empresas aseguran la salida de sus productos. En la historia algunas guerras se libraron en favor de la industria armamentística, porque ahora una enfermedad no puede ser utilizada para auspiciar la economía mundial en un sistema que se retroalimenta a base de mentiras.
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Los medios de comunicación funcionan como auténticos gurús de la cultura del miedo. La pandemia de gripe porcina que se originó hace unas semanas en México es una muestra más de cómo el miedo y la ansiedad se propagan más rápido que la propia enfermedad viral. Mientras la sociedad se contagia de hipocondría, el mal de muchos se ha convertido en un negocio capaz de reportar pingües beneficios para algunas farmacéuticas.
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El impacto social de la gripe A (H1N1) ha encendido la alarma en todo el mundo y ha desatado una “psicosis colectiva” que los grandes medios han avivado desde que se conocieron los primeros casos. Las crónicas apocalípticas que relataban la amenaza y las evoluciones de la enfermedad, contra la que no existía remedio conocido, se reprodujeron una y otra vez para recomendar el uso de mascarillas en las zonas públicas y prudencia para evitar males mayores.
Según el último informe de la OMS, hay más de 5.000 afectados en 33 países diferentes, y ya se contabiliza la muerte de 61 personas, de las cuales 56 tenían nacionalidad mexicana. Las consecuencias son reales, no cabe la menor duda.
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Mientras tanto, lejos de los focos y de la mirada de la comunidad internacional se extiende una epidemia mucho más grave que se ha cobrado 1.900 vidas y en la que ya han sido declarados 56.000 casos. África Occidental sufre, desde hace unos meses, uno de los peores brotes de meningitis de su historia y, como de costumbre, la repercusión mediática que ha promovido ha sido muy reducida e incluso inexistente en algunos países. La vieja e inapropiada distinción entre mundos de primera y de tercera sigue siendo extrapolable a las víctimas. Después de más de 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos la vida de una persona, en función de su pasaporte, tiene un valor de cambio distinto en el mercado libre de la información.
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Construida con una intencionalidad premeditada o no, la cultura del miedo forma parte, a todas luces, de las nuevas tendencias sociales del siglo XXI. La sociedad de este siglo está tan atemorizada que permanece adormecida, sin actitud crítica y conmocionada por la desconfianza en casi todo. Los individuos, por su parte, obedientes y esclavizados por los mandatos del poder establecido sólo encuentran alivio en un consumismo compulsivo que les permita comprar la seguridad que las instituciones y las informaciones de los noticieros ponen en duda.
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La deshumanización del mundo ha hecho que las personas sean sustituidas por autómatas y que el miedo se haya convertido en el verdadero opio del pueblo.

19 junio 2009

EN EL BLANCO DE TODAS LAS MIRADAS

Cuando la realidad no invita al optimismo siempre se lleva a cabo el sacrificio de algún chivo expiatorio que pueda encajar la culpa, sin rechistar, para eximir así a los verdaderos culpables. En una recesión profunda y simultánea en economías avanzadas y emergentes como la actual, el inmigrante se ha convertido, en muchos países, en el principal señalado para explicar los avatares de la crisis. Quienes más sufren son también quienes más alto coste tienen que pagar por la avaricia y la sordidez de los que han puesto al mundo del revés.
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En cualquier debate sobre inmigración, el miedo siempre es más atractivo que la esperanza. Por ello, a medida que los efectos de la recesión económica se han ido haciendo más visibles, se han desarrollado también ciertos malestares entre grupos de trabajadores nacionales que, en algunos casos, han llegado a traducirse en repercusiones políticas de gran magnitud en países como Suiza, Holanda o Dinamarca. Un claro ejemplo de ello es la posibilidad de que en las próximas elecciones europeas, el Partido Nacional Británico, con una ideología antiinmigración muy marcada, pueda conseguir su primer escaño en Estrasburgo.
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Entre los orígenes de este recelo generalizado están las dificultades de integración que tienen los inmigrantes en sus comunidades de acogida. En muchos casos, los extranjeros, que por lo general llegan con pocos recursos económicos y sociales, se asientan en las mismas barriadas que con anterioridad habían sido ocupadas por sus compatriotas o por personas de su mismo credo. Algo habitual ya que es en el abrazo de sus “semejantes” en donde encuentran el impulso necesario para empezar a construir una nueva vida desde sus cimientos. Vidas que crecen y se articulan alrededor de núcleos cerrados que se vuelven impermeables a las costumbres, la idiosincrasia e incluso la lengua de su nuevo entorno.
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Ésta es la lucha del Consejo Transatlántico para las Migraciones en el que líderes políticos y expertos en la materia de Europa y América se esfuerzan en la búsqueda de estrategias de reforma de la emigración que permitan una mejor adaptación de los inmigrantes en sus puertos de llegada. Hace unas semanas, en su tercer encuentro anual, el Consejo ha abierto un debate que, por desgracia, no ha calado hondo en los ciudadanos de los países receptores que siguen viendo al inmigrante como una amenaza cuando la realidad demuestra que es esencial y absolutamente necesario para que las máquinas de producción occidentales continúen engrasadas.
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Aún así, en el mapa internacional entre tanto ceño fruncido también se encuentra alguna mirada hospitalaria con el que viene de fuera. Es el caso de Alemania, que ha pasado de contemplar a sus visitantes como extranjeros a verlos como parte integrante de su sociedad. “La participación de los inmigrantes, afianzar su sentido de pertenencia, que nos escuchen decir que les necesitamos y saber vivir en la diversidad”, son las líneas de actuación que Rita Süsmuth, ex presidenta del Bundestag entre 1988 y 1998, considera fundamentales para resolver las diferencias que existen en la sociedad.
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Lejos de las reticencias del viejo continente, de donde no hay que olvidar que partieron una gran parte de las migraciones modernas, existen otros modelos y una mayor confianza pública para asimilar la llegada de trabajadores extranjeros al mercado laboral, escenario en el que se producen los mayores conflictos, acentuados ahora más por los recortes salariales, los despidos y la escasez de oportunidades de trabajo que se derivan de la omnipresente crisis económica. Canadá ha marcado, en América, un camino empático y de cohesión social que podrían tomar muchos países europeos para desviarse, de una vez por todas, de la intransigencia y de la desconfianza que los atenazan.
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Muchas personas, de diversas nacionalidades, se mueven en el mundo por un sueño incontestable: la necesidad y el sentimiento intransferible de saberse vivos y dueños de su propio destino. ¿Hasta cuando vamos a seguir creyendo que el pasaporte es el documento en el que reside y se autoriza la libertad del hombre? “La libertad no existe”, dijo en una ocasión el escritor mexicano Carlos Fuentes. “Solo existe la búsqueda de la libertad, y esa búsqueda es la que nos hace libres”.

04 junio 2009

ENTRE PANTALLAS Y BANALIDADES

La forma prevalece sobre el fondo. Ésta es la nueva consigna que rige la inteligencia creadora de las sociedades con- temporáneas. El gusto por lo estético y por la espectacu- laridad del envoltorio ha suplantado, en gran medida, los presupuestos racionales de uso y el significado último de las construcciones arquitectónicas, las novedades culinarias o las extravagantes tendencias de la moda. El siglo XXI se ha rebautizado como el siglo de las apariencias, en él que ya nada es lo que parece.

Lejos de las experiencias racionales y funcionales de años atrás que perseguían con insistencia la optimización de recursos y la eficacia llevada hasta el extremo, en los tiempos que corren la respuesta del cómo ha sustituido a las pre- guntas habituales del para qué o el por qué. Lo relevante ahora es la originalidad y el impacto visual de las creaciones para que puedan reclamar la atención del hombre de nuestros días, acostumbrado a casi todo y reacio a perder el tiempo en elucubraciones demasiado enrevesadas.

El tiempo se ha transformado en un bien escaso que el individuo no puede malgastar buscando en las profundidades del contenido por lo que el continente se convierte, con más frecuencia de los deseado, en el principal y a veces único referente de la realidad. En el afán por encontrar algo diferente se ha descuidado el fin que le otorga a las cosas su razón de ser y por la cual fueron creadas.

Edificaciones como el museo Guggenheim de Bilbao o la Ópera de Sidney, ambas con una belleza arquitectónica fuera de toda discusión, consiguen en muchas ocasiones distraer la atención del visitante de las obras de arte, teatrales u operísticas que se albergan en su interior. La presencia magnánima de su estructura traslada a un segundo plano su función práctica y a fin de cuentas su oferta más beneficiosa para la sociedad.

También en otros espacios de la creatividad como la gastronomía o la moda se observa, el eclipse del significado por el significante. La nouvelle cuisine francesa o la cocina molecular de Ferrán Adriá o Homaro Cantu entre otros premia la buena presentación y la sofisticación de un plato minúsculo muy sugerente para los cinco sentidos pero irrisorio para el estómago, incapaz de saciar el apetito con una ración de pollo a la naranja con virutas al aire de chocolate. A fin de cuentas, inconsistente.

En la moda ocurre algo similar. Los diseñadores presentan cada temporada colecciones imposibles que, se supone, marcarán las tendencias de la alta costura y los estilos que van a causar sensación pero que difícilmente tienen un reflejo sólido en los maniquíes de carne y hueso que desfilan por las calles. De nuevo los focos y la fastuosidad de las pasarelas de Milán o New York deslumbran el verdadero sentido de la ropa y lo llevan incluso a lo absurdo.

Como si del grabado de Goya se tratase, las reglas del consumismo han propiciado, a través del arrullo de la publicidad, que “el sueño de la razón produzca monstruos” (número 43 de la serie Los Caprichos, 1799). La satisfacción, abandonada de la razón, de las necesidades del hombre cumple con el goce estético, pero secundario, de una creación que debiera ocuparse primero de ser fiel a sí misma y servir para lo que fue concebida. Alimentos que no alimentan, vestimentas que no visten o centros culturales que no enriquecen son algunas de las paradojas con las que convivimos a diario y que hemos adornado con un culto excesivo a trivialidades y a las apariencias.

Llegados a este punto, conviene preguntarse por una de las cuestiones más manidas de la historia del pensamiento. Si aceptamos que los dos conceptos son importantes, entonces ¿Qué debe prevalecer la forma o el fondo? Es posible que no exista una única solución para esta disyuntiva filosófica y que cualquier respuesta se aventurase, en último término, incompleta. Quizás la virtud se encuentre, como en la mayoría de las cosas, en un punto intermedio, en ese gris equidistante que haga que lo bello sirva para algo y que no se conforme solo con ser una simple pantalla que engrandece un trasfondo vacío.
 

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